Pelirroja guapa de armas tomar, amazona, cirquera, soldado, la Princesa de Salm Salm no le importó arrodillarse frente a quien de antemano sabía no perdonaría ninguna vida...
Hay un gran cuadro del pintor costumbrista michoacano Manuel Ocaranza, llamado La denegación del perdón a Maximiliano pintado en 1927. En él quiso ensalzar la patria liberal de Juárez dramatizando un hecho muy sonado en su tiempo, cuando la princesa Salm Salm se postró frente a Benito Juárez para pedir el perdón de Maximiliano y de su esposo, el príncipe Félix de Salm Salm. Al estar frente a Juárez, la princesa Salm Salm cae a sus pies, le abraza las rodillas y le implora el indulto de los condenados. En sus memorias ella escribió: “Eran las ocho de la noche cuando vi al señor Juárez. Tenía un aspecto pálido y de sufrimiento. El presidente me dijo que no podía acceder a mi solicitud y, cuando oí esas crueles palabras, el dolor me hizo perder el sentido, temblando todo el cuerpo y sollozando caí de rodillas y rogué con palabras que salían de mi corazón.” La respuesta de Juárez es famosa: “...Ni aunque estuvieran aquí los reyes y reinas de toda Europa podría perdonarle la vida. No soy yo quien se la quita, es el pueblo y la ley que piden su muerte”. Sin embargo, pudo salvar a su esposo.
La princesa Salm Salm tenía veintitrés años cuando después de muchas peripecias logró que Benito Juárez le concediera una audiencia. Al día siguiente de ésta, el 19 de junio de 1867, el emperador y su marido estaban programados para ser agujerados como queso gruyere en el Cerro de las Campanas, Querétaro. La reunión se dio en el palacio de gobierno de San Luis Potosí, donde la princesa Salm Salm fue recibida por un Juárez cansado y sin humor. No era para menos: desde que, en 1861, se suspendió el pago de la deuda externa el panorama nacional iba de mal en peor.
Agnes Elizabeth Winona Leclerc Joy nació en diciembre de 1840, en Vermont, Estados Unidos. Una hermosa petite de frondosa mata rojiza y de carácter arrojado y determinante. Montaba caballo, tiraba bien con pistola, manejaba la espada, pero lo más aconsejable era no llevarle la contraria. Creció en el seno de una familia de contrastes: por el lado paterno tenía parentesco desde con Enrique III, de Inglaterra, hasta con el presidente Abraham Lincoln; por el lado materno su abuela era india Shawnee, nativos de Ohio y grandes cazadores de búfalos. De ahí el nombre de Winona, que significa “la primogénita”, en lengua Shawnee. En 1861 Agnes viajó a Washington a visitar a su hermana, casada ésta con un militar de alto rango. Pronto la joven se sintió en casa: uno de sus pasatiempos favoritos era pasar todos los días a todo galope frente a la Casa Blanca montada en su semisalvaje caballo mustang. La capital norteamericana entonces era el centro de un gran despliegue militar, pues la Guerra Civil (1861-1865) había comenzado, aunque todavía eran días de bailes de sociedad y desfiles militares: todos creían que aquello no duraría mucho tiempo.
Uno de los campamentos con más atracción para la gente, sobre todo para las damas, era el de la División Germana. Se trataba de un campamento constituido principalmente por soldados alemanes, polacos y húngaros de mucha experiencia; estos vivían de la guerra o habían escapado de Europa por razones misteriosas. Observar las maniobras de los disciplinados regimientos enfundados en uniformes impecables, a las órdenes de apuestos oficiales, mientras la banda de música tocaba marchas y se bebía champaña, era el espectáculo del momento. Fue precisamente en este campamento donde Agnes conoció al coronel príncipe Salm Salm. Ella lo describe como un hombre de “mediana estatura, elegante figura, pelo oscuro, bigote ligero y una cara de expresión sumamente cautivadora”. Amor a primera vista. Él usaba un monóculo en el ojo derecho y no hablaba ni jota de inglés; ella no hablaba ni alemán ni francés, pero se las arregló para utilizar ese idioma universal que se aprende rápido y no se habla.
En la región de las Ardenas, entre Bélgica, Luxemburgo y Francia, llena de idílicos valles, ríos, bosques y montañas, estaba edificado desde el siglo X el pequeño principado de Salm Salm, donde Félix Constantin Alexander Johann Nepomuk nació en 1828. Miembro de una de las familias alemanas de más abolengo, que incluía ancestros como Carlomagno y Guillermo el Conquistador, Félix entró a la carrera militar a temprana edad. No tardó en mostrar su carácter donjuanesco y estilo de vida extravagante. Como era de esperarse, más tardó en enfriarse el cuerpo de su padre que en gastarse la herencia que éste le dejó. Sus deudas de juego y líos de falda lo hicieron vivir a salto de mata, hasta que decidió cruzar el Atlántico para comenzar una vida nueva. Con un par de cartas de recomendación, pero sobre todo dotado de esa irresistible imagen del militar prusiano decimonónico de linaje, el príncipe Salm Salm llegó a Washington. Inmediatamente fue aceptado en el Ejército de la Unión. Se le ofreció comandar el regimiento de caballería de Kentucky, pero al no hablar el idioma no pudo tomar el cargo. Entonces su carrera militar comenzó a declinar. Pero apareció la niña Agnes, quien al grito de “¡de aquí soy!” no perdió tiempo: se casaron en agosto de 1862.
Pronto Agnes utilizó sus influencias para promover la carrera de su marido y no descansó hasta convertirlo en General Brigadier (sus relaciones con su primo Abraham Lincoln siempre fueron buenas). Al mando del 8o Regimiento de Voluntarios de Nueva York, que Agnes hubiera comandado sola sin problema, se encaminaron al sur. Ahí permanecieron cuatro años en los campos de batalla, ella ayudando enfermos y heridos, él tratando de dirigir a chanclazos una unidad indisciplinada que no le entendía ni papa, ni le quería.
Al término de la guerra, los Salm decidieron abandonar el país: la paz les aburría. Por amistades el príncipe Salm Salm logró ponerse a las órdenes de Maximiliano en México y en febrero de 1866, zarpó para Veracruz. Desgraciadamente llegó tarde: todo estaba perdido para el emperador naïve de patilla larga. Camino a Querétaro, ambos fueron aprehendidos. Al enterarse por la prensa del suceso,Agnesse embarcó inmediatamente a México. No hablaba español, pero llevaba un idioma más convincente: dinero. Dando mordidas a diestra y siniestra consiguió de Porfirio Díaz un salvoconducto para llegar al general Mariano Escobedo, comandante de las tropas que sitiaban Querétaro. Éste no la recibió, pero después de algunos dolarucos logró que la enviara con el presidente Juárez a San Luis Potosí, un viaje de tres días por el desierto. Ahí el presidente la mandó a volar, pero ella insistió: planeó fugas, guiñó ojos y sobornó hasta al de los tamales. Dio tanta lata que la pusieron en arresto domiciliario. Sin embargo no se dio por vencida y al final salvó la vida de su esposo. Todavía, después de ser fusilado Maximiliano, Agnes tuvo el valor de denunciar públicamente al doctor Vicente Licea, un verdadero jijodesu que estuvo a cargo del embalsamiento del cuerpo de Maximiliano y lucró de lo lindo con las pertenencias de éste. Al salir de prisión, los príncipes fueron puestos en barcos diferentes, uno para Europa, otro para Nueva York. Sería hasta 1868 que finalmente se reunieron, en Berlín. Ella había alcanzado el estatus de estrella de rock y sus aventuras corrían en todos los círculos sociales: la heroína de pasado misterioso, convertida en princesa, arrojada a un mundo peligroso en territorios salvajes y guerras, donde persevera y triunfa. Pero como era de esperarse, los chicos Salm no pudieron estarse quietos, y en 1870 ya estaban participando en la guerra Franco-Prusiana, él como oficial en el Regimiento de la Reina Augusta, ella en el campo de batalla asistiendo heridos. Para los Salm hubo un poco de justicia, pues en esa guerra, Prusia aporreó a las tropas de Napoleón III, el mismo reyezuelo que abandonó a su suerte a Maximiliano.
El príncipe Salm Salm murió en la sangrienta Batalla de Gravelotte (1870). Sus últimas palabras fueron pedirle a su esposa que le diera de su parte un beso a su querido perro Jimmy, que los había acompañado a todos lados durante la Guerra Civil. A los treinta años, la princesa Salm Salm era viuda y había participado en tres de los mayores eventos bélicos del siglo XIX: la Guerra Civil norteamericana, la caída del Imperio de Maximiliano, en México, y la Guerra Franco-Prusiana. Se le otorgó la Medalla de Honor Prusiana –si no hubiera sido mujer le hubieran dado también la Cruz de Hierro–.
Pese a ser toda una celebridad, la princesa soldado muere sola y en la pobreza total, en diciembre de 1912.
Para leer más: Diez años de mi vida, 1862-1872, de Agnes Elizabeth Winona Leclerc Joy, Prinzessin zu Salm Salm, Editorial José M. Cajica Jr., México: Puebla, 1972.
Chido